11.ENTRE LA ESPADA Y LA PARED.





Supongo que debería irme. Sí, deberías.” Y el eco de su portazo resonando en mi mente me despertó de una sacudida, sin aire en los pulmones, el estómago retorcido y la imagen de su marcha palpitando en mis pupilas. A pesar del tiempo que había pasado, una noche más, aquel recuerdo hecho pesadilla volvía a dejarme sumergida en un estado de pánico catatónico, tendida en la cama incapaz de mover un sólo músculo a la espera de que el corazón recuperase sus latidos y fuera cediendo, poco a poco, el asfixiante nudo de mi garganta. Pero esa mañana, sentada en el filo de la cama con apenas un leve cosquilleo residual en los pies y bajo la atenta mirada del Boston Terrier, observándome implacable y resentido desde la mesilla de noche, algo seguía mal. Algo más allá de las conocidas jugarretas por las que mi subconsciente era capaz de hacerme pasar y que como una más terminé identificando mi desvarío nocturno, pues si la última vez que dudé sobre si quedarme o irme fue la noche con la que todo comenzó, enfrentarme de nuevo a tan absurda indecisión trajo consigo la sombra de lo ocurrido.

Logré incorporarme de la cama en un esfuerzo titánico y salí rumbo al cuarto de baño, llegué hasta el lavamanos, tomé un sorbo de enjuague bucal, abrí al máximo el agua fría, metí la cara directamente bajo el grifo y mientras me secaba, di con una fatua y pomposa criatura de mirada arrogante y sonrisa lasciva reflejada en el espejo. “Madre mía, pero qué he hecho” y asustada de mi propio reflejo volví a la habitación para recuperar mi ropa y poder salir de ahí cuanto antes. Porque conocía muy bien esa parte de mí revelada ante el cristal; cuando me aburriera de Isis, de su conversación o de su compañía y si tener sexo con ella seguía pareciéndome algo suficientemente interesante en lo que perder mi tiempo, la invitaría amablemente a que contase conmigo para pasar un buen rato o dejase de contar. Y el mero hecho de pensar que podía hacerle algo así me resultó insoportable. Así que fuera lo que fuera lo que había entre nosotras, debía terminar en ese momento.
Salí al salón para vestirme. “Oh, Dios, Maite tenía razón, esto apesta a tabaco” me ofendí al ponerme la camiseta. Me calcé las botas, me até la sudadera a la cadera y recuperé el móvil de uno de los bolsillos de mi mochila, apagado y con la batería completamente vacía. Eché un último vistazo de camino a la puerta por si olvidaba algo cuando se me anclaron los pies al suelo. “Esto es absurdo”, comprendí que resultaba tan inapropiado largarme sin más después de pasar la noche con ella como que con el tiempo terminara pasando las noches con ella sin más. “Mierda” me sentí atrapada durante unos segundos por mi propia contradicción, hasta que decidí que saberme incapaz si quiera de imaginarme tratando a Isis de tan envenenada manera podía ser suficiente para abandonar el motivo que me hacía salir por patas.
Al fin y al cabo, yo ya no era esa persona. “No desde que conocí a Yolanda”, recordé. “Mierda” rabié de nuevo y una encarnizada inquietud con sabor a sumisión y deuda me invadió de pies a cabeza. Porque más allá de su arrogante actitud, Yolanda me enseñó a entender, a moldear y a saciar cada sueño, cada desaliento y cada necesidad que tenía, siendo una leal amiga dispuesta a escuchar durante días si era necesario y una insaciable amante con quién compartir noches e incluso, si se daba, acompañante. ”¡Ni de puta coña!”, el fugaz pensamiento de las manos de Yolanda sobre Isis me sacó de mis casillas, “¡Por encima de mi cadáver!”. Y de nuevo, una sorprendente doble paradoja dejó en segundo plano el origen de mi preocupación. Primero, por la nostalgia que sentí al recordar lo mío con Yolanda. Profunda, sí. Y feroz, también. Pero al fin y al cabo, sólo nostalgia. Y eso sentaba maravillosamente bien. Segundo, y aunque no hacia tanto tiempo que tal situación me habría parecido de lo más exquisita, por la incoherente bravura con la que me negué en rotundo a juntar a Isis y a Yolanda bajo las mismas sábanas. “Vaya, así que esto son celos”, me centré en aquel curioso sentimiento. Porque yo, que nunca los entendí, los compartí y mucho menos los había sentido, de repente me vi sometida por tan posesivo e infantil comportamiento sin ton ni son. Pero sabía, por las malas lenguas, que la mayoría de las veces el origen y la causa de tan necia conducta era estar enamorada y eso me resultó de lo más disparatado, porque yo no lo estaba. ”Oh, mierda”. Sí que lo estaba, claro que lo estaba, sólo que aún no era capaz de aceptarlo. Porque la última vez que tonteé con algo muy cercano al amor las cosas terminaron realmente mal y yo, lejos de lo que verdaderamente amaba. “Pero ella no es Yolanda”. No, sin duda alguna Isis no era Yolanda. “Entonces, ¿qué es lo peor que puede pasar si me quedo?” cometí el error de dudar. Porque tan simple pregunta bastó para invocar en mi mente el principio del fin; “Te quiero. No sabes lo que dices. Supongo que debería irme. Sí, deberías”. Cerré los ojos con fuerza y apreté los puños aguardando el momento en que algo en mi interior estallaba en un millón de pedazos, como siempre me ocurría cuando recordaba aquel día. Pero nunca llegó. Porque un segundo recuerdo surgido de la nada inundó cada desalmado centímetro de mi cuerpo; mi corazón latiendo errático y furioso bajo la palma de la mano de Isis, la noche de mi vuelta. “Oh, vaya”, comprendí al fin a qué se debía tal repentina oleada de miedos y dudas; volvía a sentir.
Permanecí inmóvil un buen rato saboreando con cuidado y temerosa aquella sensación, que desterrada por pura apatía y desde hacía tanto tiempo en la parte más recóndita de mi subconsciente, renacía adormilada y frágil de sus cenizas por ella. “Qué demonios”, miré la puerta una última vez, “Decidió confiar en mí, por qué no confiar en ella” y consciente de que una vez más ya no dependía de mí lo que estaba por venir, dejé en manos del tiempo juzgar si lo correcto era irme o quedarme. Así que volví al salón, puse la sudadera en el respaldo del sofá, la mochila a los pies y fui a la cocina a por algo de desayuno, a ver si con mi apetito sí podía hacer algo. Di con la cafetera con algo de café ya hecho y una taza, y tras el primer trago agradecí tener el estómago vacío, “¿¡Qué diablos es esto!?” escupí fuera lo que fuera aquello en el fregadero. Limpié la cafetera, la rellené del bote de café molido que encontré olvidado al fondo de una de las alacenas y la puse al fuego. “Bueno, definitivamente, no es Yolanda”, me sorprendió lo vacíos que tenía los armarios, la despensa y el frigorífico, “¿¡En serio Sharleen, en serio!?” me recriminé. Alejé de mi mente tan inevitable comparación centrándome en otro quehacer de mayor complejidad; conseguir preparar algo para desayunar con lo que había en la cocina de Isis. Pero antes de darme cuenta y guiada por la vieja costumbre, dispuse sobre la pequeña mesa auxiliar un completo buffet para dos. “Maldita sea” salí renegando de la cocina con una taza de café recién hecho y realmente atónita por haber caído en aquel antiguo hábito. “Por Safo, es sólo comida”, me harté de andar viendo fantasmas persiguiéndome por todo, “Basta ya” me ordené. Regresé al sofá, me dejé caer en la esquina más cercana a la habitación y esperé paciente a que Isis se levantara.

Si hubiera sabido que aquella increíble y última mañana que pasé con ella era la calma antes de la tormenta. Si en cuanto oí a Sasha pronunciar el nombre de Lora hubiera entendido que no eran fantasmas de mi pasado lo que me perseguía, sino un huracán de proporciones y consecuencias imprevisibles. Porque aunque mientras me vestía adiviné por donde iban los tiros y empecé a temer la magnitud de mi favor a Maite venido a trato por Yolanda, jamás me hubiera imaginado el verdadero alcance de tan fortuito acuerdo. Ni siquiera con la llamada de Tanya me di cuenta de que apenas había empezado a arañar la superficie de lo que ocurría por más escenarios apocalípticos que fui capaz de augurar de camino a casa de Maite.

- ¿Si? – atendí el móvil de Sasha perdido en el fondo de su mochila – Sí, ya lo sé. Diez minutos o menos. Vale. Sí. Hasta ahora – devolví el teléfono al interior de la mochila – Tanya, que están en la tetería de la rambla y nos quiere allí para ayer.

- A ver, por partes y desde el principio – precisó Isis terminando de acomodar sus cosas con el cinturón.

- Resulta que anoche, Maite, le dijo que nunca la había engañado, que se lo inventó todo para provocar que rompieran. Y le ha explotado el cerebro. – resumió Sasha.

- ¿Qué? ¿Por… por qué? ¿Por qué se lo ha contado? ¿Y ahora, después de tanto tiempo?

- Porque yo se lo pedí. – respondí automáticamente más centrada en sus palabras que en la mías.

- ¿Qué tienes que ver tú en todo esto? – buscó mi atención a través del espejo interior.
- Maite usó como cebo a la ex de Sharleen – reveló Sasha.

- ¿Tu ex? La chica por la que te fuiste. 


- Podemos centrarnos en la que se nos viene encima, por favor – medió Sasha.

- Bueno, algo me dice que Lora no querrá ni verme así que pasaré por casa de Maite primero, a ver cómo está el patio. Déjame por aquí cuando puedas.

Sasha encendió las luces de emergencia aprovechando un semáforo en rojo y bajé del coche, me estiré la sudadera, me eché la mochila al hombro y crucé la calle a paso firme hasta el portal de Maite. Busqué su piso en el portero electrónico, hundí con ganas el botón hasta el fondo y cuando me abrió, encaré por las escaleras los tres pisos hasta su rellano. Entendí que las cosas estaban muchísimo más fuera de control de lo que me temí en un principio al ver el timbre de Maite reventado y desprendido de la pared. “Por el amor de Dios, Lora”. Me apoyé en el tirador exterior de la puerta y repiqué con los nudillos un par de veces hasta que oí pasos acercándose; un acompasado y familiar taconeo cruzando el salón que tardé demasiado en reconocer. En cuanto se abrió la puerta y distinguí la silueta de Yolanda, agarré el tirador y cerré de golpe, “Oh, mierda” me arrepentí al instante de tan estúpido impulso. Pero no estaba preparada para aquel inesperado encuentro.

- Sharleen.

- Lo sé, lo sé.

- Que te parece si dejo abierto y entras cuando quieras. – propuso desde el otro lado de la puerta.

- Bien.

- Bien – abrió apenas unos centímetros y se alejó.

” Cinco años, joder, cinco malditos años para esto” me reproché. Cogí una gran bocanada de aire y entré decidida hasta el salón. “Sí, claro, a buenas horas, valiente” me regañé.

- ¿Mejor? –se interesó desde la cocina descorchando una botella de vino tinto.

- Lo siento, ha sido una bobada fuera de lugar – dejé mis cosas en una esquina del sofá y me acerqué hasta el exterior de la cocina, a una distancia prudencial.

- No, no lo ha sido – y al centrar su mirada en la mía no supe muy bien cómo interpretarla. Y eso era nuevo. – Toma, anda – me acercó una copa de vino y la llenó de la botella recién abierta cuando vi que era otro ejemplar del mismo vino que tomé la primera noche con Maite.

- Vaya, un Gran Reserva, ¿tan mal están las cosas?

- Me lo trae un cliente de la oficina, te va a encantar. Y sí. – afirmó concisa de vuelta al salón.

- ¿Y Maite? – ladeó la cabeza hacia el balcón y tras el cristal di con Maite colgada al teléfono, fumando a dos manos y con una mirada que sí supe entender; quería matarme y conociéndola, sería lento y doloroso. – Genial. ¿Qué haces tú aquí?

- Traerle el coche – otra respuesta excesivamente lacónica viniendo de ella.

Yolanda no era una mujer de pocas palabras, precisamente. El don de la prosa le era innato, y practicado por afición y mejorado por oficio, hacía de Yolanda una exquisita oponente oral por agudeza, por cadencia y por dominio. Y si algo se nos dio realmente bien cuando estuvimos juntas, aparte del sexo tras largas y seductoras conversaciones, era entendernos con una simple mirada, un gesto o un mero silencio. Pero aquella tarde ni rastro de su elocuencia ni entendimiento alguno de lo que debía estar pensando.

- Vale, Yolanda, ¿qué? ¿Qué es? ¿Qué pasa? – me preocupé seriamente.

- ¿Se puede saber qué coño haces aquí? – interrumpió Maite, entrando por la puerta del balcón y apuntándome con el paquete de tabaco –¿No he sido suficientemente clara al pedirte que ni se te ocurriera acercarte?

- ¿De qué demonios estás hablando?

- Tu móvil – tendió la mano para que se lo diera – Vamos – exigió.

- Mi móvil está sin batería – lo saqué del bolsillo y se lo entregué.

- Eso ya lo sé si estás aquí – refunfuñó mientras lo conectaba a su cargador y al encenderlo, empezó a llegar un mensaje tras otro –¿Lo oyes? Soy yo diciéndote que no vinieras. ¿Y tú qué haces? Venir. Fantástico – se encendió un cigarrillo.

- ¿Cuántos llevas? – reconocí la sobreexcitación que le producía pasarse de nicotina.

- No es de cuanto he fumado de lo que deberías preocuparte.

- Ya, bueno, si supiera qué narices ocurre.

- Vamos, Maite – intervino Yolanda – Tiene razón, estás a una calada de que te salga bigote – le acercó el cenicero – Parece ser que tu jugada de anoche no ha salido del todo bien.

- Eso ya me lo imagino. ¿Pero por qué?¿Qué pasó anoche?¿Qué le dijiste?

- Que los Reyes Magos son los padres. Joder Sharleen, pues que nunca la engañé.

-¿Y?


- Y pegó un par de gritos, me mandó a la mierda y se fue. Esta mañana han venido Tanya y Diana a desayunar y se la han encontrado tirada en el portal, con las pupilas como canicas y puesta de todo. La hemos dejado en la cama mientras desayunábamos y cuando ha llegado Yolanda – chasqueó los dedos – Locura total. – centré mi atención en Yolanda.

- No te confundas – convino – la ha tomado con todas pero era tu cabeza lo que quería.

- ¿Mi cabeza? ¿Por qué?

- No lo sé. No tengo ni idea. Pero desde que se enteró de que volvías ha estado más insoportable de lo habitual. Mucho más –admitió Maite.

- Entonces es porque he vuelto. – tomé un largo trago de vino – Vale, ¿y ahora qué?

- Tanya y Diana están con ella abajo. Se ha emperrado en que tiene que hablar conmigo, así que cuando se calme, volverán a subir. –explicó Maite

- ¿Y tú sigues aquí por qué? – le pregunté a Yolanda.

- Porque tiene sus llaves – reveló Maite aguantándose la risa.

- ¿Perdona? ¿Cómo que tiene tus llaves? – se me contagió la risa de Maite

- No tiene gracia – censuró Yolanda mosqueada y nos reímos aún más – Esa enana tienes las manos más rápidas que un trilero – sonrió resignada.

- Eso te pasa por encararte con ella y llamarla mocosa – advirtió Maite cuando sonó el interfono– Voy.

- ¿Desde cuándo te encaras tú con alguien? ¿Y más aún con Lora? – pregunté inocente mientras me recuperaba del absurdo ataque de risa.

- Ya te lo he dicho. Quería tu cabeza – se me cortó la respiración al cruzar la mirada con la suya, llena de una aversión sin precedentes.

- Chicas, están subiendo – anunció Maite volviendo del recibidor.

- ¿Queréis más vino? – ofreció Yolanda de camino a la cocina.

- No, gracias – decliné.

- Por supuesto – Maite le dio su copa – Oye, Sharleen, ¿hay algo con Lora que no me hayas contado e igual debería saber? Porque ahora sería un buen momento – cuestionó a media voz.

- No. Me fui sin saber nada de ella y sin saber nada de ella he vuelto.

- Ya voy yo – reaccionó Yolanda al escuchar un redoble de nudillos en la puerta.

- ¿Y con Isis, todo bien? – la miré sorprendida – Chica, misma ropa, móvil sin batería – me dedicó un guiño.

- No fastidies – agarré a Maite por los hombros y la volteé hacia la puerta, y bajo el marco, Isis y Yolanda – Mierda. Lo sabe – descifré finalmente qué se escondía en la mirada de Yolanda.